A principios de 2024 se volvió viral en TikTok e Instagram un reto que me llamó mucho la atención: generar retratos propios al estilo de las películas del Studio Ghibli utilizando inteligencia artificial. La propuesta era muy tentadora, porque consistía en subir un par de fotos personales y recibir imágenes animadas que te mostraban como si fueras un personaje dentro de ese universo tan estéticamente mágico y emocionalmente evocador. Yo crecí viendo esas películas, así que la idea de “convertirme” en una protagonista Ghibli me encantó y, como muchas otras personas, terminé haciéndolo y compartiendo el resultado.
Sin embargo, mientras la tendencia se expandía, empezaron a circular muchas publicaciones en redes sobre el impacto ambiental del uso masivo de estas herramientas. Leí que los modelos de inteligencia artificial que generan estas imágenes requieren una enorme cantidad de procesamiento computacional, lo cual implica un alto consumo energético y, especialmente, un uso excesivo de agua para enfriar los servidores. Incluso el CEO de OpenAI tuvo que pronunciarse al respecto y pedir que se moderaran las solicitudes, porque el tráfico se estaba saliendo de control. En ese momento me surgió un dilema ético muy claro. Me cuestioné si valía la pena participar en algo tan masivo sabiendo que tiene un costo ambiental tan fuerte, sobre todo por una acción que, aunque divertida, no es necesaria. A pesar de eso, lo hice. Supongo que el impulso colectivo, las ganas de no quedarse por fuera y lo emocionante que parecía, pesaron más. Pero me quedé pensando mucho en esa contradicción: querer formar parte de algo visualmente bello y popular, pero al mismo tiempo ser consciente de que tiene implicaciones más profundas que no siempre consideramos.
